Por: Langoni Elias
Un cultivo en
extinción
Ya podía empezar a ver en los campos algunos
alcauciles que salían entre la maleza. Allí, en ese camino desatendido por el
municipio y lleno de pozos, se encuentra el campo de Roberto Tosi. Un productor
agrícola de la localidad de Arana, La Plata, Buenos Aires. De aproximadamente
unos setenta y cinco años, de pelo blanco, la cara medianamente arrugada y
algunos puntitos blancos de la barba de hace un día sin afeitar. Viste un
pullover color natural, todo manchado con tierra, al igual que su bombacha de
campo y sus manos.
El
hombre, al ver entrar el auto a su terreno, salió de su casa y preguntó cuál
era el motivo de la visita. Luego de la explicación de la causa, la aprobó y comenzó
a contar sobre su producción con todo el orgullo de una persona que sabe y le
gusta demostrar qué es lo que hace. Una de sus primeras frases fue: “La
producción se está cayendo porque esta es una variedad en extinción y el que
viene en semilla no sirve” y agregó que “hay que ser propietario de la tierra
para trabajar el alcaucil”, debido a que es un largo período de plantación,
recién en doce meses se puede cosechar y sacar provecho del año trabajado. Por
ello los productores deciden cultivar
otro tipo de hortalizas y dejar de lado al alcaucil.
Luego de un largo tiempo de explicar cómo
era el cultivo, Roberto contó que se dedicaba mayormente al choclo y que vaya a
visitar a uno de sus vecinos, que allí obtendría más información.
Volviendo unas cuadras por la calle noventa,
se encuentra la quinta de “Carlitos”. Así la llamó uno de los empleados del
campo, quien guió su dedo hacia la casa de su patrón y explicó cómo llegar.
Había un cartel en la puerta que simpáticamente decía: “Prohibido pasar a toda
persona”. La casa se encuentra aproximadamente a cincuenta o sesenta metros de
distancia del portón, por lo cual es imposible llegar a hablar con alguien de
adentro sin ingresar, desobedeciendo el aviso puesto de ante mano.
Adentro, al costado de los caminos por donde
pasaba el auto, se podían ver plantas grandes de alcaucil que crecían en unas
veinte hectáreas.En la casa había un hombre sentado en un banco, frente a un
tractor desarmado y entre las manos una pieza del motor, la cual estaba lavando
en un bidón grande, lleno de un líquido negro. Sin moverse de su posición hizo
señas con la mano como de “acércate acá” y preguntó el motivo de la visita.
Al escuchar se incorporó y con un buzo viejo
se limpió el aceite y la grasa de las manos. Tenía un pañuelo azul en la cabeza,
arriba de eso una gorra roja que de tanto tiempo al sol había quedado rosa. De
piel oscura, una camisa blanca con rayas grises, con un parche color celeste y
agujeros, vestía un pantalón jogging azul desteñido por el uso y el sol y
zapatos marrones. Toda su vestimenta estaba manchada con grasa y tierra de
estar trabajando con el tractor. Su nombre es Bernardo Gutiérrez.
El hombre mostró la misma emoción y
entusiasmo que había tenido antes Roberto, cuando se le preguntó sobre su
trabajo. Caminó hasta el campo poblado por plantas de alcaucil. Tomó uno y
comenzó a explicar cómo se trasplanta, cuándo se corta, cuánto tiempo dura la
planta. La hortaliza es como un cardo sin espinas, con hojas largas y punteagudas.
En el centro crece una flor, que es lo que se come, un capullo de hojas
cerradas, color violeta o verde, dependiendo la especie.
Alrededor
de esa planta crecen otras nuevas que se trasplantan. Se arma la plantación
para cultivar durante todo un año hasta la cosecha, explicaba Bernardo y extendió
un brote para hacer más didáctica su explicación.
Mientras, el hombre arrancaba uno para
mostrar y a medida que hablaba lo iba desmenuzando de a poquito. Comenzaba hoja
por hoja hasta llegar cerca del corazón. Luego arrancaba todas las hojitas
acumuladas en el centro juntas, le sacaba la pelusa que tiene arriba del
corazón y allí lo tiraba al piso. Luego agarraba otro y así durante toda la
entrevista.
Durante la explicación de la producción que
desarrolla comentó sobre el cultivo del alcaucil híbrido. “La gente dice que no
tiene gusto, que es más duro, pero yo no sé, eso dicen”, dijo Bernardo sin
confirmar ninguna postura sobre este tipo de alcaucil. Siempre al terminar
cualquier comentario de opinión utilizaba el verbo “dicen”, como si estuviera
traicionando a alguien al afirmar alguna contradicción.
Me retiré de este campo y me dirigí hacia
donde Roberto había indicado: La quinta de los Mancuso. Esta indicación me guió
a una calle con más pozos y aún más profundos que la anterior. Hasta el fondo
de la calle no se veía rastro de ningún alcaucil. Las personas que viven ahí,
al escuchar o ver pasar un auto desconocido, se asomaban y hasta preguntaban
“¿Qué desea por acá?”. Al final del camino había una tranquera larga, colgando
de una cadena oxidada con un candado y una sola bisagra. Al parecer no se abría
muy seguido. Al lado un galpón derrumbado a la mitad, dos perros asomados a la
puerta me ladraban.
Dentro del terreno, entre las plantas de
alcaucil, había un grupo de hombres trabajando, entre ellos estaban los dueños
del campo. Carmelo y Pablo se criaron entre estos cultivos, Sus padres y
abuelos llegaron desde Italia y se establecieron en esa zona para producir y
ganarse la vida de esa forma. Hoy la familia se sigue ganando la vida con los
alcauciles, aunque sus tierras son mucho más amplias.
Cuando
llegué, los hombres miraron para ver
quién frenaba. Uno de ellos estaba arriba de un carro e hizo señas para saber qué se me ofrecía en ese lugar. Tras la
respuesta, dio a entender que espere. Más tarde llegó Pablo, el dueño, y
extendió su mano sobre el alambre para saludar: “Pablo Mancuso, un gusto”.Un
hombre de unos sesenta años, de pelo blanco y corto. Lo que más llamaba la
atención es que, al contrario de sus otros colegas productores, él estaba bien
vestido, con jean, camisa y zapatillas del todo limpias y sin ninguna rotura.Detrás
venía el hombre que estaba arriba del carro para acompañarlo, un joven de unos
treinta años. Éste si tenía la misma vestimenta que los demás campesinos, un
buzo verde y un jogging desteñido y sucio con tierra, con el pelo negro y
desarreglado.
Contó su forma de producir. Producía el
alcaucil hibrido, el criticado por los demás productores. A diferencia de
ellos, Mancuso elogiaba esta especie y la realzaba. Argumentaba que es más
suave y eso gusta más, que se aprovecha casi todo, que es más “carnoso”. En ese
momento se acercó su hermano Carmelo, intrigado por ver que entretenía a Pablo.
Al escuchar acotó que a la gente le cuesta acostumbrarse a ese tipo de
alcaucil, pero no se arrepiente una vez que los consume. Luego añadió que “los
que lo prueban, repiten y piden este”.
Carmelo Mancuso estaba vestido igual que su
hermano, la única diferencia era que él llevaba una gorra verde oscura que
tenía un bordado adelante. La escritura decía: “Simposio Internacional de la
Alcachofa, Cardo y Sus Variantes silvestres 2015”, debajo de eso tenía el
dibujo de dos plantas de alcaucil florecidas. Este simposio se llevó a cabo en
La Plata. Primera vez que se realiza fuera de Europa. Afirmó que no había
muchas diferencias entre una especie y otra, que a parte del color, el hibrido
es verde y el otro violeta, es un poco más suave y grande, el verde. También se
aprovecha mejor y es más fácil de cocinar.
Los hermanos terminaron la explicación de
las diferencias y dijeron que se tenían que ir para seguir con la cosecha. La
otra semana iban a estar desocupados, que en ese momento tenían que entregar un
cargamento de tres mil quinientas toneladas de hojas, y le iban a poder dedicar
más tiempo al asunto. Extendieron la mano otra vez para saludar y se metieron
entre las plantas.
Mientras
los Mancuso volvían, tomé fotos del lugar, de los cultivos y de los trabajadores. Di un último golpe de vista
y subí al auto. Vi cómo caía el sol, me dirigí por el camino hasta la calle
ciento treinta y siete y volví a la ciudad.